Azul & Rosa 7 Abril 2013
Carta abierta a la infanta Cristina
Estimada Cristina: Escribo esta carta como podría hacerlo tu padre, el rey. Yo también lo he sido y conozco, por triste experiencia, los disgustos que dan los hijos. ¡Si yo te contara! Comenzaste a darlos desde el mismo día de tu nacimiento cuando entonces el príncipe Juan Carlos exclamó, al recibir la noticia: «¡¡¡Otra niña!!!»
Como periodista que soy, me tocó cubrir, para la revista ¡Hola!, tu nacimiento. Se produjo en la clínica Nuestra Señora de Loreto, que entonces existía en la madrileña avenida de Reina Victoria. En ella también vinieron al mundo tus hermanos Elena y Felipe. Tu madre ocupó siempre la misma habitación, la 615.
Tus padres, en aquellos durísimos y humillantes años, formaban un matrimonio, pienso que entonces más o menos feliz, que no solo aspiraba a formar una familia sino también a ser aceptada por una sociedad a la que importaba un bledo que, a unos kilómetros de la Puerta del Sol, vivieran unos príncipes llamados Juan Carlos y Sofía, cuyo futuro dependía de un viejo general.
Fuiste el segundo hijo. El primero había sido una niña. Hubieran preferido un varón, por aquello del heredero, entonces de nada. Pero no había que preocuparse. Tiempo habría. La noticia del nacimiento de tu hermana no la supieron los españoles por la TVE única de Fraga, sino por los periódicos. Sobre todo el Abc, que la recogió en portada, con una gran fotografía de tu padre levantando una copa de sidra El Gaitero en el vestíbulo de la clínica, rodeado de media docena de periodistas, entre ellos, este columnista.
A Franco no le gustó del nacimiento de tu hermana la presencia en Madrid, para apadrinarla, de tu abuelo, el conde de Barcelona, que pisaba por vez primera la capital de España desde abril de 1931.
¡¡¡Otra niña!!! No habían transcurrido 10 meses desde el nacimiento de tu hermana, cuando tu madre volvía a quedarse embarazada. Como bien sabes, porque tu has sido madre cuatro veces, la llegada del primer hijo siempre es bien recibida, sin importar mucho si es niña o niño. Pero el segundo llega envuelto en la ilusión de tener la parejita. Para unos príncipes como tus padres, un nuevo embarazo tenía connotaciones muy diferentes a la de cualquier otro matrimonio. Tu nacimiento supuso una tensión más que añadir a las propias de todo embarazo. «¿Y si es otra niña?», se preguntaba tu madre. Tu padre, sabiendo como sabía que un hijo varón era garantía de muchas cosas, no preguntaba nada por no añadir más angustia.
Pero conocía que la incógnita preocupaba primero a la lucecita de El Pardo. También a tu abuelo paterno, como jefe de la casa real en el exilio, por aquello tan machista de la continuidad dinástica. Entonces y ahora, desgraciadamente, también con preferencia por vía de varón, mientras no se enmiende la Constitución. Preocupada estaba también tu bisabuela, la reina Victoria Eugenia. «No sería bueno que fuera otra niña», comentaba.
Decía Balzac que la suerte de un matrimonio depende de la primera noche. De tener un hijo varón, entonces, la de los matrimonios reales. En el caso de tus padres, ni teniéndolos. Pero eso es otra historia.
Aceptando estas discriminaciones, tu madre pensaba que tiempo habría para preocuparse. «Si es otra niña, solo hay que intentarlo de nuevo», se decía. Pero, como amante de la filosofía que es, llegó a la conclusión que sus temores cesarían cuando dejara de esperar. Nueve meses duró la angustiosa espera. Por ello, cuando a las 12:30 del 13 de junio de 1965, que era domingo, tu madre daba a luz, lo primero que preguntó con angustia y temor: «¿Es otra niña?». Pues si, estimada Cristina, sin pretenderlo y sin tener culpa de ello, la jodiste. Si el delito mayor del hombre, según Calderón, es haber nacido, el tuyo, al menos ese día, en los primeros momentos de tu existencia, fue haber nacido... mujer. Con todas las consecuencias. Ni una portada de Abc mereciste, cuando hoy, por todo lo que está sucediendo, preferirías no tenerla.
Tu padre, disimulando su decepción, nos declaró cuando le preguntamos si se sentía feliz. «Antes de que naciera, reconozco que hubiera preferido un niño». Aunque, justificándose por lo que había dicho, de manera tan espontánea, aclaró seguidamente: «Ahora no la cambiaría por nada del mundo». Normal. Lo que se dice cuando ya no hay remedio.
El drama de tu nacimiento era que llegabas demasiado pronto para despertar ilusión y demasiado tarde para no ser un motivo de preocupación. Con tu hermana Elena, no hubo tal. No ser útil a nadie ni a nada es no valer nada, que diría Descartes.
De tu nacimiento, las reseñas periodísticas del día y en algún medio tan solo un pequeño recuadro en páginas interiores. Ni en las memorias ni en los diarios de los políticos de la época. Ninguna constancia. Para colmo, tu padre pidió a su primo hermano, Alfonso de Borbón Dampierre, tan gafe y desgraciado el pobre, que fuera el padrino de tu bautizo. ¡Qué diferencia con tu hermana y tu hermano Felipe!
En este bautizo protagonizaste la mejor y más divertida anécdota, de la que fui testigo. Tan solo tenías tres años, pocos para soportar toda la ceremonia sin aburrirte. Pero encontraste la manera de divertirte, tirándole de los... borlones nada menos que a Franco, al lado de quien te encontrabas, junto a tu abuela. Como eras muy pequeña de estatura, solo alcanzabas a contemplar las dos borlas de oro del fajín rojo del general, con las que empezaste a jugar mientras Franco te miraba de reojo. Posiblemente sorprendido de tal atrevimiento.
Durante muchos años era como si tu nunca hubieras nacido realmente. ¿Acaso sé lo que seré cuando no sé lo que soy? Y no te convertiste en ti misma más que en la medida en que fue pasando el tiempo. Aunque siempre entre tu hermano Felipe ¡tan amado por tu madre! y tu hermana Elena, la más querida por tu padre. Y a mi, ¿quién me quiere? ¿De quién soy preferida?, te preguntarías. De todos, querida, que es serlo de nadie.
Posiblemente, por eso y por muchas cosas más, fuiste la primera de los tres en abandonar la casa. ¿Tu hogar? Para trasladarte a Barcelona buscando la independencia, lejos de la familia y de las crisis de tus padres que, eso sí, las sufriste siempre.
Tu suerte y tu desgracia En Barcelona creíste haber encontrado el mejor lugar para la independencia que tan ansiosamente buscabas. Sin el acoso de la prensa. Ello te permitió encontrar el amor. Para tu suerte, pero, sobre todo, para tu desgracia. Después de haber tenido presuntas relaciones, truncadas ellas, con Álvaro Bultó, Fernando León, pero, sobre todo, con Jesús Rollán, te enamoraste de quien no debías: Iñaki Urdangarin, un deportista guapo, alto, rubio y con los ojos azules, como el príncipe. Era tres años más joven. Dicen que fuiste tu quien se encaprichó, acosándole por teléfono y por sms. Y lo hacías manteniendo aquella relación de «escondrijo en escondrijo». «Alucino, estoy colada por un jugador de balonmano», le comentabas a tu escudera, Victoria Fumadó.
«Estoy que flipo. Me he enamorado de la infanta», decía él a sus amigos. Sin importarte y sin importarle la existencia de Carmen Cami, con la que Iñaki estaba a punto de casarse. Andrew Morton escribe en su reciente libro sobre las mujeres del rey, que también había una tercera, secretaria de la consulta de un médico, y que atiende por las iniciales S.L.
Te enamoraste en poco tiempo y en poco tiempo decidiste casarte. Cierto es que tu padre, cuando le pediste el permiso para la boda, intentó convencerte de que esperaras. Pero tu, que a veces eres terca y de armas tomar, le amenazaste con irte a vivir públicamente con él si no autorizaba el matrimonio. ¿Qué hacer? Lo que todo padre cuando un hijo o hija está decidido a casarse con quien no debe. Lo mismo sucedió cuando tu hermano Felipe puso a tu padre contra las cuerdas por Letizia.
Te equivocaste, como muchos nos equivocamos. Dicen que el amor es ciego. En tu caso tan ciego que te ha impedido ver lo que estaba sucediendo en tu propia casa. A lo peor, sí que lo veías. De todas formas, me cuesta creer que, si realmente no te enterabas de nada, cuando lo supiste pudieras seguir compartiendo tu vida con quien tanto daño ha hecho a la monarquía, a la familia real, a tu hermano, pero, sobre todo, al Rey, quien en estos momentos no sabe si actuar como tal o como padre. De todas formas, pienso que te encuentras ante un terrible dilema: elegir entre seguir a Iñaki hasta que la muerte o la cárcel os separe, o tus derechos dinásticos, difíciles de mantener porque ya lo sabes: la razón de ser de la monarquía es que todos sus miembros sean ejemplares y tu, estimada Cristina, presuntamente, no lo eres.
¡Ay, aquella niña que tanto disgustó a sus padres el día que nació...!
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